Comentario
La reforma de la Iglesia se inició durante el siglo XV y afectó, en primer lugar, a sus miembros. Era necesario extenderla a todo el cuerpo, incluida la cabeza. La fundación de la Inquisición romana para evitar la difusión por Italia del luteranismo; la reforma de la Curia, con la inclusión en su nómina de cardenales de estricto sentido eclesiástico, aliados con la renovación y enemigos del espíritu mundano que la había caracterizado; y los intentos por imponer la residencia a los obispos, constituyeron los primeros elementos represores y reformadores del programa de Paulo III (1534-1549). Pero, sin duda alguna, su mayor servicio a la Reforma católica fue la convocatoria, también deseada por el emperador Carlos V, del Concilio de Trento.
Aunque se suspendieron las dos primeras convocatorias papales que ordenaban celebrarlo en Mantua y en Vicenza, la propuesta que hizo Carlos V de que tuviera lugar en Trento, como territorio del Imperio, fue aprobada por el Papa, quien lo convocó en mayo de 1542. Sin embargo, las guerras entre Carlos V y Francisco I produjeron, de nuevo, la suspensión del Concilio en septiembre de 1543. Únicamente la paz de Crépy (1544), en cuyo protocolo se declaraba que Francia enviaría al Concilio obispos y legados, pudo impulsar una nueva y definitiva convocatoria en noviembre de 1544. La apertura, que sufrió una excesiva y desesperanzadora demora, tuvo lugar en diciembre de 1545. Dos años más tarde el Concilio trasladó su sede a Bolonia, fue suspendido en 1549, reanudado en 1551, suspendido en 1552, abierto en 1562, interrumpido por la firma de la paz de Cateau-Cambrésis, y clausurado en enero de 1564.
El Concilio de Trento afrontó problemas dogmáticos como la precisión de la fe católica contra los errores del protestantismo, aunque las cuestiones de la primacía papal y del concepto eclesial no se modificaron. Reafirmando la doctrina tradicional, el Concilio fijó el contenido de la fe católica. En primer lugar, se estableció que Dios ha creado al hombre bueno y éste, a pesar del pecado original que corrompió su naturaleza, conserva su libre albedrío y su aspiración al bien. En segundo lugar, la fe se funda sobre la Sagrada Escritura, explicada y completada por los padres de la Iglesia, los cánones de los concilios y el magisterio de la Iglesia. Con relación a la cuestión de la justificación por la fe, la doctrina que establece el Concilio de Trento difiere notablemente de la mantenida por Lutero. Según éste, Dios nos justifica atribuyéndonos los méritos de su Hijo. Para la Iglesia reunida en Trento, Dios nos hace justos transformándonos por la acción de la gracia. Por otra parte, el Concilio estableció que la misa es un sacrificio que renueva el de la cruz, y afirmó, con relación a la Eucaristía, la presencia real, la conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo de Cristo, y de toda la sustancia del vino en la sangre, no permaneciendo más que las apariencias del pan y del vino. Sobre el concepto de Iglesia, el Concilio mantuvo que Dios quiere la Iglesia y que ésta es una, santa, universal y apostólica, está inspirada por el Espíritu Santo y es infalible en materia de fe.
Por otra parte, el Concilio abordó plenamente la reforma del clero al desterrar los abusos denunciados desde la Baja Edad Media. Por lo que se refiere a la obra pastoral y disciplinaria de Trento, sus decisiones fueron, con el tiempo, trascendentales. La reforma del episcopado fue objeto de abundantes discusiones y decretos: se reguló el deber de residencia, de visita pastoral diocesana, de predicación y de convocatoria frecuente de sínodos. Parecidas recomendaciones de residencia, predicación, cura de almas, vida austera, uso del traje talar, etc., se hicieron a los párrocos. La novedad que el Concilio presentó en esta materia se refería al celo que en adelante habría de ponerse en la selección, formación moral, teológica y doctrinal de los curas, para lo cual se pedía a los obispos que se establecieran seminarios diocesanos, de tal manera que se evitaran los abusos denunciados y se llevase a cabo la reforma real de los ministros seculares de la iglesia.
Las decisiones del Concilio no agotaron la crisis de la Iglesia. Territorialmente, el catolicismo era monolítico en España, Portugal e Italia y presentaba dificultades en Polonia, pero estaban perdidas distintas regiones de Francia y el norte de Alemania, se había consumado el cisma inglés, aunque Irlanda permanecía católica, estaba en peligro el corazón del Imperio, Austria, Bohemia y Hungría, se presentaba dividida Suiza y los Países Bajos y estaba escasamente fortalecido en el sur y en el oeste alemán, mientras que en los países escandinavos el avance del protestantismo era definitivo. Sin embargo, antes de que finalizara el siglo XVI, la vida de la Iglesia se renovó gracias a la ejecución de los decretos y del espíritu reformador conciliar, cuya responsabilidad correspondió a los Pontífices que ocuparon la sede romana desde 1565 hasta 1585 (Pío V, Gregorio XIII y Sixto V). A sus nombres van unidos obras trascendentales, como la conclusión del Catecismo cuya elaboración comenzó durante el Concilio de Trento (Pío V), la restauración del culto, la reforma de la administración eclesiástica, la fundación y organización de colegios romanos para sacerdotes (Gregorio XIII), la reorganización profunda de la Curia y de la distribución de los asuntos de gobierno, la implantación de las visitas obligatorias de los obispos a Roma para informar del estado de sus diócesis, la revisión de la "Vulgata", etc. (Sixto V).